Sunday, December 26, 2010

ALFREDO DE MUSSET EN EL NUEVO HERALD

Alfredo de Musset, rebelde posmoderno

Especial/El Nuevo Herald

Es casi un lugar común decir de algún creador genial o muy talentoso que ``se adelantó a su tiempo'', y es que a veces esta sensación de anticipación no obedece simplemente a la actitud vanguardista del artista en cuestión, sino que aparentemente la historia del arte y la literatura obedece a ciclos, mareas que van de lo simple a lo complejo, de lo refinado a lo grueso, y viceversa. En la cresta o en el valle de esas olas, creadores de todo tipo parecen seguir o imponer el gusto de una época.
En el caso de Alfredo de Musset (1810-1857) se combinan de manera muy especial --específicamente en su teatro-- el interés y sabio uso de elementos estéticos anteriores a su época que al ser remozados se anticipan al teatro que habría de hacerse un siglo después.
Defraudado por el fracaso de su primera obra: La noche veneciana (1830), decidió suprimir ``los dos elementos que pueden hacer fracasar una obra genial: los actores y el público''. Escribiendo entonces ``teatro de poltrona'', especie de novelas visuales y en diálogo para ser leídas más que para ser representadas. No obstante, en la última década de su breve vida revisó y modificó muchas de sus obras para que pudieran ir a las tablas.
Sin embargo, es en su versión original y vanguardista que estas obras habrían de perdurar en el repertorio teatral francés. A fines del siglo XIX, Sarah Bernarhd haría suyo Lorenzaccio (1833), y más de un siglo después, en las décadas de 1950 y 1960, su teatro alcanzó su mayor esplendor con puestas de la Comédie Francaise, del Odeon y del Teatro Popular.
De igual manera que la poesía de Musset es un puente entre el clasicismo y la modernidad, jugando con constantes dicotomías: sentimiento y burla, tristeza e ironía, sinceridad y cinismo, sus obras teatrales se mueven en un territorio sumamente extraño, pues liberadas de las limitaciones escenográficas y técnicas de su época, vuelan en la imaginación del autor (y del lector), trascendiendo los acartonamientos románticos de sus contemporáneos. Hugo y Dumas tendrían los aplausos y la devoción que Musset nunca ganaría en vida. Sin embargo, el teatro romántico --salvo en su encarnación operística-- ha desaparecido casi en su totalidad, mientras que Musset gracias a su fórmula leíble se mantiene con una frescura
inusitada.
Por ejemplo, una obra como Con el amor no se juega (On ne badine pas avec l'amour, 1834), el dramaturgo utiliza los coros típicos de los dieciochescos proverbios (obras breves moralizantes que ilustraban un refrán) con un valor irónico, crítico, que en la práctica funciona como un recurso de ``distanciamiento''. Esos coros de Musset se anticipan a los coros de Brecht en el siglo XX.
Pero hay más, siguiendo su inspiración y sin reparar en las circunstancias técnicas que impedirían cambios de escena tan rápidos, en la obra mencionada, Musset exige numerosos cambios de decorados que el teatro de la época no podía proporcionar. Con el amor... no pudo representarse como lo reclamaba su autor hasta 1923, cuando se introdujo en los teatros el escenario giratorio. En realidad, la obra, más que teatral --si tomamos en cuenta los frecuentes cambios de escena y el ritmo de la acción-- podría verse como el primer guión cinematográfico. Por eso no resulta raro que sus obras dramáticas hayan inspirado a grandes cineastas, como Jacques Copeau, Gaston Baty, Rene Clair, Ottomar Kreja, y Jean Renoir, que retrabajó Los caprichos de Mariana (1833) en su obra maestra de 1939 Las reglas del juego. También habría de influir en su contemporáneo, el dramaturgo alemán, Anton Büchner.
Aunque fuera de Francia Musset es poco conocido como autor teatral, hubo un tiempo en el que su obra fue comparada con la de Shakespeare, uno de sus modelos. Pero la multifacética figura de Musset no se limita al teatro, terreno donde le costó más tiempo ser reconocido. Sus poesías fueron tomadas casi desde sus inicios como modelos. Pocos autores ven una edición de sus Obras completas, apenas con 30 años. También alcanzaron general reconocimiento sus cuentos, (especialmente Mimí Pinzón), sus críticas teatrales, sus crónicas, espejo de una época, y su novela autobiográfica: Confesiones de un hijo del siglo (1836), que sigue la línea iconoclasta de obras como las Confesiones de un inglés comedor de opio, de De Quincey que el propio Musset tradujera --muy liberal y creativamente-- con apenas 20 años.
Junto a Dumas (padre), Vigny, Saint Simon, Hugo y George Sand (Aurora baronesa Dudevant), con la que tuviera una tempestuosa relación amorosa, Musset integra el primer grupo de románticos que le dieron su línea revolucionaria al siglo. Dumas llegó a asaltar, pistola en mano, una estación de policía durante la revolución de 1848.
Lo curioso en Musset es que junto a los argumentos atrevidos y hasta peligrosos, desarrolló un gusto y un respeto por las formas clásicas. Es como si fuera un frondoso árbol en el que las raíces se mantuvieran profundamente ancladas en el pasado mientras que las ramas ofrecen las más novedosas flores y los más inesperados frutos. Con el amor... para ser estrenada, tuvo que sufrir una severa censura en la que los personajes eclesiásticos fueran convertidos en laicos. Sólo en 1923 pudo restituirse la obra a su anticlericalismo y su antimojigatería original.
También se le ha llamado al teatro de Musset ``teatro de la soledad'' (David Slices), no sólo porque está concebido para ser enfrentado por el lector a solas, sino porque sus personajes presentan graves problemas existenciales, lo que lo acerca nuevamente a los teatristas del siglo XX. Sus personajes se debaten entre la hipocresía que impone un orden de cosas establecido, una sociedad sofisticada, pero estúpida, y la honestidad y soledad del individuo que debe sufrir las consecuencias si se opone a ese orden de cosas. Fuertes y muy cercanos los temas, sin duda, pero Musset suele envolverlos en un aire de comedia y hasta de farsa. En muchos de sus héroes rebeldes se percibe un eco de Hamlet, a la vez que un nihilismo eternamente juvenil.
Lamentablemente, la grandeza y actualidad de Musset es poco conocida más allá de su país. Clasificado automáticamente como ``romántico'' --como sinónimo de anticuado--, pocos investigadores modernos han explorado su poesía, que en muchos aspectos anuncia a Rimbaud, quien curiosamente lo detestaba: ``Hay que detestarlo 14 veces, por ser tan francés...''. Sin embargo, Musset se le había adelantado a él y a muchos con una irreverencia que sus contemporáneos le reprocharon: ``La luna, como un punto sobre una i (...) ¿Luna, serás tú el ojo en un cielo tuerto?''. Y también ``Esto que escribo es para los borrachos que rompen la botella después de haber bebido el primer vaso''.
Creador sin límites, su obra es difícil de clasificar y tanto en su época como ahora, unos lo rechazan por anticuado y otros por vanguardista. De igual manera que su teatro mezcla los géneros, él mezclaba en su poesía varios estilos.
En cuanto a su prosa, además de las Confesiones... y los cuentos, dejó una novela única, rayana en la pornografía: Gamiani o Dos noches de excesos (1833?), que si bien se afinca en los libertinos del XVIII que admiraba, habría de superar en atrevimiento a erotistas del siglo XX como Lawrence, Miller o Nin. Aquí sí vendría bien lo de que se adelantó a su tiempo. Aunque muchos académicos no aceptan su autoría, el parecido físico y moral de Musset con Alcides, el protagonista, el que la novela sea fundamentalmente en diálogo, su feroz anticlericalismo y su crítica social, y el que la historia recuerde el episodio que el autor viviera con Sand y los amores de ésta con la actriz Marie Dorval inclina a muchos a afirmar lo contrario.
La Academia se resiste a aceptar que Musset era también dual en su vida, especialmente en sus años juveniles. Exquisito y de altos ideales en su obra; pero disoluto, jugador, bebedor y amante de la francachela y el burdel en su vida privada.
Quizá esa vitalidad turbia y sensual sea una de las causas de que a 200 años de su nacimiento, Musset se conserve mucho más fresco que escritores más recientes que --posiblemente sin saberlo-- seguían sus pasos. Su rebeldía, y sobre todo, los frutos únicos de su teatro, aún tienen mucho que aportar a las nuevas generaciones.
A pesar del paso de los años, parafraseando el título de una de sus comedias, su obra se mantiene sin duda como "una puerta que debe abrirse".


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