Saturday, December 18, 2010

SOBREMESA METAFISICA CON AMIGOS INCREDULOS 1

William Navarrete, Juan Cueto, Rodolfo Martinez, Eva Vergara, yo, Jose Abreu y Luis de la Paz. Foto de Tesako Fotiko.
         POR DANIEL FERNANDEZ

         A falta de mejor lugar ―que esta urbe miamontuna carece de cafecitos al borde de la acera donde uno pueda discurrir y observar con un cortadito o una medianoche en la mano―, un grupo de amigos literarios, después de opíparo buffet panasiático, fuimos a hacer la sobremesa al parqueo de La Carreta de la 40, centro misterioso, que aglomera en torno al kiosquito del café desde los heterogéneos integrantes de un club de motocicletas hasta personalidades de la farándula y figuras de la política local.
          Pues bien, después de los inevitables chismes de blogues y libros, después de un periplo nunca exhaustivo que incluía París, Miami, La Habana y sus devaneos literarios, no sé cómo caímos en el tema siempre candente de Dios. Tratándose de cubanos, a quienes Dios nos tiene castigados con la abominación castrista desde hace más de medio siglo, y a quienes la Virgen de la Caridad (u Ochún, según se mire) no siempre ayuda a cruzar el estrecho de la Florida en balsa o bote improvisado, hay que admitir que el tema apuntaba a bemoles.
           Creo que todo empezó con un aparte que hicimos Eva Vergara, su esposo, Rodolfo Martínez Sotomayor, y yo, en el que sin saber cómo caímos en el tema de la eternidad y Dios. Luego la conversación se generalizó al otro sector del grupo: José Abreu, Juan Cueto, Luis de la Paz y William Navarrete, de visita desde París, y motivo de la reunión gastronómica. Quizá deba aclarar que los siete de esa noche escribimos todos, y de una u otra forma hemos tocado el tema de Dios, el alma y la inmortalidad. Parece que de todo el grupo, el único con “conocimiento” de la existencia de Dios y seguridad de otra vida después de este “valle de lágrimas” ―que en el caso cubano es más bien “mar de lágrimas”― era yo. Cosa curiosa, a pesar de que todos somos cubanos, no caímos en discusiones bizantinas, nadie ofendió a nadie (barriga llena, corazón contento), nadie le dijo a nadie: “Tú estás completamente equivocado”. Cueto (que fuera seminarista en los predios de Querétaro, México) reafirmó su escepticismo equidistante entre el deísmo y el ateísmo. Luis de la Paz afirmó sin rodeos que “Cuando uno se muere, se acabó todo”. No recuerdo lo que comentaron Navarrete ni Abreu (lo que había conversado previamente con Eva y Rodolfo lo resumo más abajo), pero también se adhirieron al escepticismo reinante, y con esos vapores metafísicos sin definir nos dirigimos a nuestros respectivos automóviles.
           Haciendo uso de la humildad que me caracteriza, quiero compartir hoy con mis lectores algo de lo que conversé aparte con los creadores de la Editorial Silueta, donde lanzo mis libros; porque me parece un acto de egoísmo el guardar para mí sólo algo tan importante como una prueba de la existencia de esa fuerza divina que llamamos Dios.
             A pesar de que yo recibí una educación católica, hacia 1959, los horrores del mundo y mi condición de homosexual convirtieron mi piedad infantil en una desafiante adolescencia de incrédulo que después buscó armas en el marxismo para explicar las cosas. Por supuesto, poco a poco me di cuenta de que esa ideología era muy similar a cualquier religión e igualmente vana y absurda. En un limbo de escepticismo vivía refugiado en un humor amargo y un poco cínico, porque para mis escasas luces, en caso de que hubiera un Dios, la verdad que se trataba de un sádico.
              Pero quiso Dios que en 1978 fuera a dar a la cárcel por haber escrito una novelita: La vida secreta de Truca Pérez, en la que ―en medio de otras vorágines políticas y sexuales― justamente me planteaba todas estas cuestiones. Especialmente me preguntaba cómo podía haber un Dios que nos hiciera sufrir tanto, y por qué había creado a los criminales, a los soberbios, y en última instancia, por qué me había mandado homosexual para sufrir en un mundo donde mi naturaleza ―su creación― no era aceptada. En vez de responderme con un ángel o con un método menos doloroso y más expedito, fue en esa “visitación” a la cárcel en donde Dios se me mostró; y no hablo de enseñanzas extrañas, ni de que me puse a leer la Biblia, ni nada de eso, sino de un milagro concreto que creo haber narrado en mi novela Sakuntala la Mala contra la Tétrica Mofeta, pero que vuelvo a narrar aquí para mis “seguidores” que quizá no han leído el libro o bien pensaron que era solo un elemento de ficción.
         A mediados de 1979, estaba yo en el patio del Combinado del Este, tomando sol sobre una frazada, cuando de pronto me di cuenta de que podía mirar directamente al sol sin que me molestara. Poco a poco, en forma de rehilete, comenzaron a salir del sol unas luces matizadas en todos los colores del arcoiris, y comencé entonces a “escuchar” la luz en un estado total de hiperestesia. Para colmo, de mi piel comenzó también a salir luz,  la luz de mi piel subió a unirse con la del sol, y la música de mi piel se unió a la del sol. Yo estaba totalmente despierto; la prueba es que en ese momento, se sienta a mi lado en la frazada César Bernabé (la Mayoya de Reinaldo Arenas), y me pide que le lea la mano para saber si al fin podrá irse del país. Le respondí: “Déjame tranquilo, que estoy hablando con Dios”. En ese momento, vino una bella mariposa dorada a posarse en la punta de mi nariz. César siguió hablándome, ahora me describía la mariposa que yo no podía ver bien por la proximidad. La insistencia de mi amigo y compañero de celda acabó por sacarme del especial estado. La mariposa salió volando, y entonces, César me dijo: “Te estaba picando, tienes sangre en la nariz”.
           ¿Cómo que sangre?
           ―Sí, tienes sangre en la nariz.
           ―Las mariposas no pican. Esa es la sangre de Cristo que me la mandan para que comulgue con él.
            Tomé la sangre de la punta de mi nariz que formaba una gota perfecta, y le pregunté. “Fíjate, ¿tengo alguna herida?”
            ―No.
            ―Pues ya ves.
             Me tomé la sangre susodicha y admito que no hubo cambio especial ninguno. Pasé a leerle la mano a César y no reaccionamos ante el simple, pero sobrenatural hecho hasta que estuvimos dentro de la celda, donde “caímos” de nuevo en la realidad, y nos dio tal desazón, que los carceleros accedieron a dejarnos salir al pasillo, porque evidentemente estábamos muy alterados y no soportábamos la estrechez de la celda.
               Meses más tarde, me indultaron con la condición de que abandonara el país, y en medio de la burocracia y las miles de diligencias que tuve que hacer, el hecho sobrenatural pasó a la trastienda más profunda de mi memoria. Aclaro que el mencionado incidente no me hizo más religioso ni me devolvió una verdadera fe, aunque sí había cumplido varias “promesas” que había hecho a distintos santos y vírgenes si lograban sacarme de la cárcel. Hice todo esto, pero conservaba el escepticismo de siempre, la duda racional que parte de la pregunta ética de cómo puede haber un Dios que permita tanta maldad en el mundo.
                Pocas semanas después de mi salida de la cárcel ―ahora viene lo que les conté a Eva y a Rodolfo―, alquilé una casa en la playa de Boca Ciega, cerca de Santa María del Mar, para despedirme de la playa que había sido mi refugio durante años y también para reunir a algunos amigos. Era diciembre, nos fuimos temprano al mar, después de un desayuno de natillas que las amistades para quienes las había hecho no habían venido a probar la noche anterior, y nos lanzamos despreocupados al traicionero mar invernal de esa zona. Eramos unos cinco o seis que se habían quedado en la casa la noche anterior.
          Ibamos saltando sobre las olas y enseguida estuvimos bastante adentro. Pronto me di cuenta de que había una gran resaca. Una fuerza tremenda nos alejaba de la orilla. Advertí a mi amigo Bernardo Medina que ayudara a salir a Julito (no recuerdo su apellido) que era el más bajito e inexperto del grupo. Entonces vimos que un joven que estaba como a la mitad de la distancia en que estábamos nosotros de la orilla, comenzaba a gritar: “Me ahogo”.
             No quiero hacer un capítulo de novela con el incidente. Baste decir que aunque trabajosamente, todos lograron salir, menos yo. Bernardo entró de nuevo a darme ánimos, pero apenas pudo acercarse al punto tan distante en que me encontraba. Otro amigo, al que llamábamos creo Oriana Fallacci, se acercó braceando bravamente para decirme que habían ido a buscar un bote para sacarme, porque el salvavidas no se atrevía a intentar el rescate a nado.
               Yo lo intentaba todo. Aboyarme para descansar, nadar en diagonal, paralelo a la orilla. Aprovechar la ola de impulso y descansar con la de resaca. En cuanto a rezar, hacía rato que lo hacía gritos con el mantra: “Esta muerte, no, Padre, esta muerte no”.
                Al fin, ya no podía más. Si el mar se hubiera vuelto tierra, yo no tenía fuerzas para caminar la distancia que me separaba de la orilla. Las natilllas se habían indigestado en el estómago y el frío del mar me hacía sentir todo agarrotado. Me sumergí una, dos, tres veces. Tragué agua, en la última inmersión tragué hasta arena, porque el mar estaba revuelto con una fuerza salvaje que como un animal vivo se empeñaba en llevarme siempre más y más lejos de la orilla. Desistí.
             Convencido de que era el final. Me relajé y dije interiormente: “Que se haga tu voluntad”. Apenas lo dije, una, dos, tres, enormes olas que me revolcaron nuevamente y me hicieron tragar agua, me acercaron y finalmente me depositaron en la orilla. Fue tal el fenómeno que ni mis amigos ni el salvavidas se atrevían a acercarse. Julito ―que se estaba bañando en calzoncillos― tomó su ropa y sus zapatos y se fue corriendo.
               Desde entonces, cada vez que me preocupo vanamente por el futuro, por mi salud, por el por qué de tantas cosas, por la soberana injusticia con Cuba, recuerdo el incidente que me demostró que en todo momento hay una conciencia superior sobre nosotros. Conciencia que no siempre podemos entender, sin duda; pero que aparentemente nos lleva por un camino de redención en el que la expresión más alta de nuestras almas logrará manifestarse.
                 Ni siquiera ahora ―después de esas y de docenas de experiencias más o menos místicas que he vivido―  me considero una persona religiosa, y nadie más lejos que yo de las prácticas piadosas. Mi vida sexual, por ejemplo, tiene unos matices que harían palidecer a Sade, y ciertos episodios podrían agregar capítulos al Kama Sutra, y digo esto para que no se piensen que voy por la vida con ayuno y flagelo, sino disfrutando “las glorias del cuerpo misterioso”. No sé, ni entiendo por qué la Divinidad me deparó esas experiencias dignas del Antiguo Testamento; y si hoy las cuento es porque me parece un acto de egoísmo caminar por estos parqueos miamentinos, donde tantos amigos se debaten en el escepticismo y la tristeza de creer que somos pelotitas de carne mal hecha que habrá de podrirse en la tierra de esa pelota mayor que es el planeta que vaga por un universo absurdo y que acabará por caer a consumirse en el sol.
             Creo con Lutero que sin la Gracia divina es difícil creer ni entender. El por qué asesinos como Camilo de Lelís, militares como Iñigo de Loyola, y pastorcillas ladronas como Bernardette Soubirous han sido tocados por un dedo de lo alto me resulta tan incomprensible cómo el hecho de que en medio de mis depravaciones la Gracia me haya hecho su guiño.
            Comparto esto ahora no sólo como posdata literaria a la tertulia improvisada en el parqueo de La Carreta, sino porque en estos días hermosos de La Navidad, donde se celebra el nacimiento de alguien que vino a traer un mensaje que prácticamente nadie ha escuchado ―¿Quién ama a su enemigo? ¿Quién pone la otra mejilla? ¿Quién ama al prójimo como a sí mismo?―  quizá sea el momento de compartir estos episodios no sólo con mis amigos de aquella noche metafísica y carretera, sino con ustedes que se asoman a las páginas de mi blog movidos más que nada por la amistad. Pues bien, este es mi regalito navideño. Que Dios los bendiga e ilumine.
 (La segunda parte de este trabajo aparece en el blog El Jardín de Daniel.)                   

2 comments:

  1. Es un relato de una gran belleza y conmovedora narracion. Dios existe y esta en cada uno de nosotros,procura descubrirlo, seamos buenos de corazon.

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  2. Daniel, en mi egocentrismo al leer tu nota solo pienso... que afortunada soy!! Que bueno tenerte, con el tiempo me doy cuenta de las cosas que me atraen tanto de ti, incluso antes de conocerlas
    Me encantas! :)
    Feliz Navidad tabien para ti y los tuyos
    Besos miles

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